Por Enrique Horacio Gené

Parecería ser que la forma de hacer llegar un mensaje de protesta, de hacer público el descontento personal, cuando no la angustia que genera la realidad cotidiana, tan llena de encrucijadas sin salida, de mentiras convertidas en verdades a creer, fueran el alarido, la crispación de manos, los golpes sonoros sobre el propio pecho o en las caras vecinas que nos agravian con su sola presencia. Sin embargo, el verdadero camino, el que se olvida a fuerza de gritarlo todo, sin encontrar capacidad receptiva por parte de quienes son los destinatarios de nuestra imaginación, es hacer una finta elegante, un esquive sobre las cuerdas, para después exhibir con destreza. Que no siempre exige fuerza, la verdad ineludible de nuestro propio sentir, de nuestro creer, de nuestra fe, estampando el golpe donde más duela. Se está contra algo, porque se cree en algo, de lo contrario, no superamos nuestra condición de Quijotes, atacando inalcanzables molinos de viento. Qué mayor proclama contra el desamor, la injusticia, el odio discriminador, el agravio de los inocentes, que aquel lejano y tan actual "Sermón de la Montaña". El Rabí de Galilea, no enrostra los errores de los que están fuera de todo orden, sino que declara bienaventurados a quienes parecen sufrir todas las injusticias. Pero a no confundirse, porque no está pregonando la aceptación de los males que enumera, como algo ineluctable, sino que en un lenguaje simbólico ahuyenta los malestares que tendrán solución, en la medida en que se enrolen en las filas de lo que él representa. Por eso su conducta humana no será siempre contemplativa sino que frente a quienes no cabe poner la otra mejilla, frente "a la raza de víboras", toma un látigo y saca a los mercaderes del templo, después de echar por tierra las mesas de los cambistas y desbandar a los animales que se ofrecen en venta para falsos sacrificios, destinados a honrar o a apaciguar a falsos dioses. Oscar Elissamburu, es sin duda un verdadero pintor social, un luchador contra la injusticia, donde quiera que la misma anide; pero como es un plástico de tono poco común y de lenguaje que necesita también de un verdadero análisis meditativo para entenderlo en plenitud, no grita, no araña, no se auto-agrede, sino que satiriza al enemigo, poniendo frente a sus ojos, sus figuras símbolos, sus transpolaciones poéticas, que no sólo no le hacen perder fuerza, sino que lo agigantan hasta convertirlo en paladín de una forma de decir y de actuar que, lamentablemente en nuestro medio, aún no se ha comprendido. Si el "hombre nuevo" que pedía Pablo, se muestra descabezado, después de haber sonreído -irónicamente- en sus primeras realizaciones; si sus fuertes brazos cruzados, en lugar de servir a un aviso de esos renovadores medicinales que nos prometen una juventud que el tiempo dejó inexorablemente atrás o ahuyentan la idea-promesa de un centro gimnástico de adoración griega de los cuerpos perfectos- para relatar la falta de trabajo, la imposibilidad de colaborar con otros brazos -también cruzados- para hacer posibles los milagros necesarios o la incapacidad de amor entre los hombres, que ni siquiera pueden tenderse las manos.


Crítica del libro Arte Argentino Para el Tercer Milenio